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Anastazja, de la familia Fuchs

En el barrio residencial de Gadélica nacía Anastazja, por aquel entonces Dylnatt de apellido. Hija de una humilde limpiadora de casas y un hombre cuyo nombre ni siquiera Anastazja quiere recordar.

Dicho hombre se dedicaba a los negocios, aunque nunca le fue bien. Intentó formar una casa de apuestas pero las deudas y las malas compañías terminaron por arruinar la vida de la joven familia.

La chica de pelo rubio creció viendo a su padre recibir palizas de los matones a los que enviaban a cobrar y, a su vez, a su madre curando las heridas mientras provocaba otras sobre la piel y emociones de la niña, llevada por el estrés, la angustia constante y los desequilibrios mentales que la madre y mujer tenía que aguantar. A pesar de todo, su padre siempre la defendía de su madre cuando ella quería pagar las emociones que, en un círculo vicioso, el matrimonio se provocaba a sí mismo y, cuando esto sucedía, las discusiones no hacían más que aumentar, junto a la violencia marital.

Mientras el caos se apoderaba de su hogar una, y otra, y otra… Anastazja se escondía en el armario para taparse los oídos, de donde su padre siempre la rescataba para mostrarle sus disculpas en forma de leche chocolatada y algunos dulces. Al final, su padre nunca quería que ella saliera afectada por su mala gestión.

Igualmente, las penurias por las que la jovencita pasó no le hicieron odiar a su padre, sino todo lo contrario. La relación con su madre no era la mejor, incluso huía de ella por el miedo a volver a ser golpeada. Anastazja era la “niña de papá” que siempre quería pasar tiempo con él, abrazarlo, jugar, ser mimada… Y su padre, cómo no, le correspondía a todo. Ambos se querían con locura, a pesar de ser un padre lo suficientemente lejano a “ejemplar”.

 

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Anastazja se quedó sin estudiar cuando le llegó la edad. La familia perdió la casa que hacía años habían adquirido en el distrito cercano al puerto de Gadélica y tuvieron que mudarse a un habitáculo de apenas dos habitaciones en los barrios bajo, por lo que la niña pasó el final de su primera década rodeada de crimen, ratas y alcoholismo.

Como todo, se contagió de todo aquel ambiente y cuando hubo cumplido los catorce años, la familia estaba sumida en la más absoluta pobreza, hasta tal punto que, a veces, había que robar para poder comer siendo, por supuesto, las voces y las discusiones el cántico habitual de aquel “hogar”, si es que así se le podía llamar. Para intentar mejorar la situación, Anastazja ideó un pequeño trabajo junto a su padre y así poder ayudar.

Ricitos, así le llamaba él, peleaba bien. Sabía desenvolverse con armas punzantes y cortantes que la permitían hacer piruetas y pequeños trucos de pies alrededor del enemigo frente a ella, así que decidieron volver a las apuestas, pero esta vez, de peleas callejeras: Anastazja sería la protagonista. Practicaría día y noche todos los días de la semana para mejorar, ya que iba a ser el caballito ganador del círculo de apuestas.

Todos los combates tenían unas normas claras: los contrincantes no irían a muerte, no harían daños irreparables al enemigo y si uno de los dos se plantaba o daba la palabra de mando, el combate se detendría. “Papá” sentó las bases claras para organizar todo aquello cuando ambos estuvieron conformes con la situación, excluyendo a la madre, a la que cada vez alejaban más y más de sus vidas y decisiones, llegándola a abandonar incluso por días.

Aquel día estaba nublado y había llovido por la mañana, por lo que el suelo estaba lleno de barro y fluidos que los dioses sabrán. La pelea había iniciado hace ya casi una hora cuando Anastazja iba perdiendo. Escupió la sangre y el diente afectado a un lado. Miraba a su contrincante, un hombre cercano a la treintena, musculado, de casi dos metros de altura y la suficiente grasa corporal como para que su pequeño cuchillo ni siquiera le hiciera cosquillas.

El público que rodeaba a ambos en el callejón de los barrios bajos ansiaba el combate. Hacía tiempo que no veían uno similar y las apuestas iban en contra del cebo con rizos rubios.

El tipo perdió la noción de lo que hacía y, con los ojos ensangrentados, empezó a empuñar su arma elegida con más violencia que la hora anterior. Anastazja se dedicaba a esquivar, nunca a parar, porque era imposible: el agotamiento la hacía cometer errores constantemente, que le llevaron a una costilla rota, un ojo hinchado y una cicatriz de ojo a barbilla que se le quedaría de por vida.

Papá empezaba a verse superado y empezaba a considerar que detener el combate era lo mejor. Mientras se acercaba al público desde su vista alejada, supo que Anastazja cayó al suelo y el hombre se había abalanzado sobre ella, quien gritaba llena de rabia y adrenalina intentando que el cuchillo que la amenazaba sobre el pecho no llegase a su objetivo.

Apresurándose, los segundos pasaban como lustros. Papá llegó al círculo inquebrantable de espectadores que, morbosos, guardaban absoluto silencio mientras los apartaba a puñetazos. Con las lágrimas al borde de sus ojos, sintió que había cometido el peor de los errores al dejar que aquellos combates tuvieran lugar. Los pensamientos negativos le invadieron durante esos instantes. ¿Había matado él a su propia hija con aquel negocio? ¿Por qué estaban todos en silencio? ¿Por qué ya no la escuchaba gritar como hace veinte segundos?

Cuando finalmente llegó, vio a Anastazja en estado de conmoción, con un hombre encima y rodeada de sangre. Se acercó corriendo, desesperado y sin aliento a comprobar el estado de Ricitos. Entre sollozos, despegó al hombre de su inocente hija, comprobando que el cuchillo que portaba el hombre había atravesado por completo el pecho de Anastazja.

Ella aún respiraba y sin parpadear, miraba a papá con el terror personificado en sus ojos. “¿Me voy a morir?” era lo único que susurraba Anastazja mientras su padre le apartaba el pelo lleno de una mezcla entre barro, sangre y lluvia de la cara. El hombre yacía muerto, con el cuchillo que portaba ella metido hasta el fondo de la yugular y, si nadie reaccionaba rápido, pronto habría dos cadáveres de los que dar explicaciones.

Todo el público se dispersó. Papá cogió a Anastazja en peso pluma, como si aún fuese un bebé y, mientras le susurraba que aguantase, la llevó al sitio más seguro que conocía.

Una vez pasaron los días, Anastazja despertó ya en aquel hogar de los barrios bajos, vendada por todo el pecho y con su madre sentada a un lado tejiendo lo que parecía ser una bufanda. Miró por toda la habitación sin mover un sólo músculo, siendo que sus primeras palabras iban destinadas a conocer la ubicación de papá . Su madre resopló por la nariz, superada por la situación. Sin embargo, no contestó.

Ricitos se levantó, fue a la habitación continua de forma torpe, agarrándose a las paredes y tirando algo por el camino y sin apenas aliento. Llegó a la zona donde tenían una pequeña cocina, donde se guisaba una sopa casi sin sustento y en la que su padre solía dejar unas cuantas monedas que hoy no estaban.

Siguió mirando por la habitación. La capa con capucha que usaba para moverse entre el mercado y robar algunas manzanas tampoco estaba. La pipa con la que fumaba no estaba. Las botas que usaba para ir a caminar con ella a la chepa no estaban. Nada de lo que papá usaba estaba.

Anastazja volvió a preguntar a su madre, esta vez con improperios e insultos dirigidos a la mujer que sólo tejía en silencio. Ricitos conocía a papá, de sobra.

Preguntó una tercera vez, y siguió sin respuesta. Cuando estaba dispuesta a salir de casa en unas condiciones deplorables, cuanto menos, su madre la detuvo, señalándole una pequeña nota sobre la mesa de la cocina.

La nota estaba escrita con faltas ortográficas y letra temblorosa y descuidada, con manchones de tinta por las prisas al escribirla. Al leerla, Anastazja empezó a hiperventilar, la arrugó y la tiró a la chimenea sin siquiera leerla dos veces mientras gritaba como una enajenada, tirando la sopa que casi estaba lista al suelo y estampando la silla contra la puerta de salida a la calle para después caer en el suelo a lágrimas, sin entender absolutamente nada.

Su madre se acercó y en un tono neutro la reprendió nuevamente, después de todo. Anastazja la envió al Niflheim de palabra y jamás le habló otra vez del mismo modo, culpándola de lo acontecido.

Lo que pusiera en la carta sigue siendo un misterio. Lo que no lo es es la pulsera de cuentas que había sobre ella con una plaquita pequeña de madera que rezaba “Ricitos”.

Hoy en día, se encuentra en casa de otra familia cuya madre falleció, con una relación bastante distante con su madre e intentando suplir el vacío que dejó su padre con su incansable hermanastro.

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Nihito