Historia de Elendaïa
Cita de Angie en 17/05/2025, 1:47 pm
Capítulo 1
"A la Sombra de los Hijos del Bosque Profundo"
El aire en el corazón del Bosque de Arvandor Taure no era solo aire, olía a tierra húmeda recién besada por la lluvia, a musgo milenario cubriendo raíces retorcidas, a resina tibia exudando de los troncos colosales de los árboles ancestrales que perforaban el dosel, filtrando la luz solar en haces danzantes.
Este era el hogar del Clan “Taure Ndaë”, los “Hijos del Bosque Profundo”. No se apartaron por miedo, sino por elección. Vieron la rápida decadencia en los caminos "civilizados" de los elfos de la Capital, que estaban perdiendo el miedo al mundo exterior, perdiendo el eco de las voces antiguas y perdiendo la reverencia debida a los espíritus del bosque. Eran los guardianes de los viejos senderos, los que honraban a Uller, el Dios Arquero y Protector, por encima de todos los demás.
Fue en el abrazo silencioso de este bosque donde Angië, que en su lengua significa "Portadora de Noticias", vino al mundo. La primeriza del linaje Aldaron, una familia que, como el resto del clan, vivía de la caza y la recolección, fusionando su existencia con la naturaleza y las estaciones. Su padre, Tauron, era un rastreador tan sigiloso como los escurridizos gatos de los montes, cuyos ojos leían las pistas que dejaban a su paso sus presas, como si fueran acertijos para niños. Su madre, Naryië, era una maestra del arco, su experiencia con la madera y la cuerda era tal, que era capaz de abatir a la presa con precisión reverente.
Desde el momento en que Angië abrió sus intensos ojos verdes al tenue resplandor del bosque, pareció conectada a él. Su primer llanto fue ahogado por el denso aire de la flora y fauna.
El aprendizaje no era una tarea, sino una cuestión de supervivencia. Naryië le puso un pequeño arco en las manos tan pronto como fue capaz de sostenerlo, enseñándole no solo a tensar la cuerda y apuntar, sino a sentir la madera, a fusionar su intención con el vuelo de la flecha, a pedir permiso a Uller y al espíritu del animal antes de cazar. Tauron le mostró el arte de leer las pistas que dejaban los animales a su paso, a identificar las infinitas tonalidades de verde y marrón, a fundirse con el entorno hasta volverse invisible.
Pero más allá de la caza, aprendió la profunda reverencia por los antiguos caminos. Los ancianos del clan, tan ancianos como los árboles más sagrados, les impartieron las tradiciones. Rituales bajo la luna nueva para honrar a los espíritus elementales, ofrendas a Uller antes de cada gran cacería, danzas para celebrar la abundancia del verano o el silencio sagrado del invierno. Angië, naturalmente callada y observadora (incluso entonces, solía inclinar ligeramente la cabeza y fijar la mirada cuando algo captaba su curiosidad, como un ave que estudia una presa), absorbía estas enseñanzas con una seriedad inusual para una niña. Entendió que la supervivencia no era solo habilidad, sino un respeto constante, una negociación con el bosque que les daba vida.
Desarrolló un sentido del olfato excepcionalmente agudo, un rasgo compartido por su linaje. A menudo, al entrar en una nueva arboleda o encontrarse con miembros de otro clan (ocasión rara y tratada con cautela), inspiraba profundamente, procesando los matices aromáticos como si leyera un mapa sensorial. Hablaba poco, incluso en Élfico con su familia, prefiriendo comunicarse a través de gestos fluidos y la elocuencia silenciosa de sus movimientos. Sus manos, pequeñas pero fuertes, ya buscaban instintivamente la suavidad pulida de su pequeño arco o la rigidez de las flechas, un hábito reconfortante que se forjaba en los años de dependencia de sus herramientas.
Así creció Angië del linaje Aldaron, aprendiendo la dureza necesaria para sobrevivir en un mundo salvaje y la profunda conexión con la naturaleza que más tarde sería su único refugio. El ritual de la mayoría de edad, el que le otorgaría su nombre adulto, se acercaba.
Capítulo 1
"A la Sombra de los Hijos del Bosque Profundo"
El aire en el corazón del Bosque de Arvandor Taure no era solo aire, olía a tierra húmeda recién besada por la lluvia, a musgo milenario cubriendo raíces retorcidas, a resina tibia exudando de los troncos colosales de los árboles ancestrales que perforaban el dosel, filtrando la luz solar en haces danzantes.
Este era el hogar del Clan “Taure Ndaë”, los “Hijos del Bosque Profundo”. No se apartaron por miedo, sino por elección. Vieron la rápida decadencia en los caminos "civilizados" de los elfos de la Capital, que estaban perdiendo el miedo al mundo exterior, perdiendo el eco de las voces antiguas y perdiendo la reverencia debida a los espíritus del bosque. Eran los guardianes de los viejos senderos, los que honraban a Uller, el Dios Arquero y Protector, por encima de todos los demás.
Fue en el abrazo silencioso de este bosque donde Angië, que en su lengua significa "Portadora de Noticias", vino al mundo. La primeriza del linaje Aldaron, una familia que, como el resto del clan, vivía de la caza y la recolección, fusionando su existencia con la naturaleza y las estaciones. Su padre, Tauron, era un rastreador tan sigiloso como los escurridizos gatos de los montes, cuyos ojos leían las pistas que dejaban a su paso sus presas, como si fueran acertijos para niños. Su madre, Naryië, era una maestra del arco, su experiencia con la madera y la cuerda era tal, que era capaz de abatir a la presa con precisión reverente.
Desde el momento en que Angië abrió sus intensos ojos verdes al tenue resplandor del bosque, pareció conectada a él. Su primer llanto fue ahogado por el denso aire de la flora y fauna.
El aprendizaje no era una tarea, sino una cuestión de supervivencia. Naryië le puso un pequeño arco en las manos tan pronto como fue capaz de sostenerlo, enseñándole no solo a tensar la cuerda y apuntar, sino a sentir la madera, a fusionar su intención con el vuelo de la flecha, a pedir permiso a Uller y al espíritu del animal antes de cazar. Tauron le mostró el arte de leer las pistas que dejaban los animales a su paso, a identificar las infinitas tonalidades de verde y marrón, a fundirse con el entorno hasta volverse invisible.
Pero más allá de la caza, aprendió la profunda reverencia por los antiguos caminos. Los ancianos del clan, tan ancianos como los árboles más sagrados, les impartieron las tradiciones. Rituales bajo la luna nueva para honrar a los espíritus elementales, ofrendas a Uller antes de cada gran cacería, danzas para celebrar la abundancia del verano o el silencio sagrado del invierno. Angië, naturalmente callada y observadora (incluso entonces, solía inclinar ligeramente la cabeza y fijar la mirada cuando algo captaba su curiosidad, como un ave que estudia una presa), absorbía estas enseñanzas con una seriedad inusual para una niña. Entendió que la supervivencia no era solo habilidad, sino un respeto constante, una negociación con el bosque que les daba vida.
Desarrolló un sentido del olfato excepcionalmente agudo, un rasgo compartido por su linaje. A menudo, al entrar en una nueva arboleda o encontrarse con miembros de otro clan (ocasión rara y tratada con cautela), inspiraba profundamente, procesando los matices aromáticos como si leyera un mapa sensorial. Hablaba poco, incluso en Élfico con su familia, prefiriendo comunicarse a través de gestos fluidos y la elocuencia silenciosa de sus movimientos. Sus manos, pequeñas pero fuertes, ya buscaban instintivamente la suavidad pulida de su pequeño arco o la rigidez de las flechas, un hábito reconfortante que se forjaba en los años de dependencia de sus herramientas.
Así creció Angië del linaje Aldaron, aprendiendo la dureza necesaria para sobrevivir en un mundo salvaje y la profunda conexión con la naturaleza que más tarde sería su único refugio. El ritual de la mayoría de edad, el que le otorgaría su nombre adulto, se acercaba.
Cita de Angie en 25/05/2025, 11:35 am
Capítulo Dos
"La Bendición de las Estrellas"
Durante la adolescencia de Angië en el Clan Taure Ndaë, no fueron una explosión de rebeldía, sino años de aprendizaje y perseverancia en busca de la maestría. Mientras otros elfos, sobre todo aquellos criados en asentamientos más urbanizados, pasaban décadas en una juventud extendida, los "Hijos del Bosque Profundo" maduraban con la severidad del entorno. Angië, con apenas pasados el centenar de inviernos, era ya una joven adulta. Sus movimientos, antes ágiles, ahora buscaban la eficiencia. Cada paso, cada tensión de un músculo, estaba calculado para la máxima efectividad y el mínimo sonido. Sus ojos verdes, siempre alertas, leían el bosque con la misma facilidad con la que otros leían libros.
El ritual de la mayoría de edad para el Clan Taure Ndaë era un evento de solemne, íntimo, desprovisto de grandezas y extravagancias como los de la Capital, pero cargado de un profundo significado ancestral. No se trataba de una fiesta, sino de una prueba, una consagración. Cuando llegó el momento de Angië, el Clan se reunió en un claro, bajo las copas nudosas de los árboles más venerables. El aire vibraba con los cánticos de los ancianos y el humo dulce de las hierbas quemadas, un bálsamo para despertar a los espíritus del bosque.
Angië debía pasar una noche en la más profunda oscuridad del bosque, sola, desarmada salvo por su cuchillo ceremonial, demostrando que podía fundirse con la noche, escuchar sus secretos y emerger con el alba, portando una muestra de la sabiduría que solo la soledad y la naturaleza podían ofrecer. Cuando la primera luz del sol bañó las copas de los árboles, Angië regresó al claro. No llevaba una presa, ni un objeto conseguido con la experiencia, sino la calma de quien ha sentido el corazón de la tierra. Su piel pálida brillaba con el rocío, y sus trenzas oscuras se desprendían de pequeñas hojas y ramitas, como si el propio bosque la hubiera consagrado.
Fue Naryië, su madre, quien se adelantó, con sus ojos brillantes, llenos de un orgullo silencioso. Los ancianos realizaron los últimos cánticos, y con un gesto sagrado, la Gran Matriarca del clan la tomó de las manos. Angië, "La Portadora de Noticias", murmuró la anciana, su voz como el susurro de las hojas mecidas por el viento, has traído noticias del espíritu del bosque. Ahora, las estrellas te conceden un nuevo nombre, un nuevo destino. Desde este día, serás Elendaïa, "La Bendecida por las Estrellas.
El nombre resonó en el claro, una promesa, una designación. Para la familia Aldaron y el resto del Clan Taure Ndaë, Elendaïa era un apelativo que no solo hablaba de la gracia de las estrellas, sino que se interpretaba como el favor de Uller manifestado en la destreza incomparable de la joven con el arco, una gracia que el Dios de la Caza les había otorgado a través de ella. Se había convertido en una futura cazadora entre los suyos, sus habilidades buscarían ser elevadas a una forma de arte.
La vida de Elendaïa, ahora plena y dedicada a la caza y la protección del Clan, tomó un giro inesperado pocos meses después. A pesar de su aislamiento, el Clan Taure Ndaë mantenía lazos con algunos linajes élficos. Entre ellos, la Familia Delanor, un próspero clan de artesanos, que residía en los lindes de la región y comerciaba sus exquisitas obras más allá de los bosques. La amistad entre Tauron Aldaron y Elion Delanor, el patriarca de la familia de artesanos, era tan sólida y antigua como los más antiguos árboles.
Fue esta amistad la que, impulsada por la búsqueda de afianzar lazos y la prosperidad compartida, se concertó una unión. Elion tenía un hijo, Aelion, heredero de los secretos artesanales familiares. La idea de que Elendaïa se uniera a Aelion, un elfo de una rama diferente pero respetada, era vista por ambos patriarcas como una forma de unir la fuerza indómita del bosque con la habilidad y el ingenio de la artesanía de la Capital. No era un matrimonio de amor, al menos no inicialmente, sino de conveniencia y de la más pura intención de fortalecer a ambos clanes a través de una conexión familiar forjada por la amistad y el destino. Elendaïa, siempre callada y respetuosa con las tradiciones, aceptó la decisión de su padre y la voluntad de los ancianos. Su mundo era el bosque, y si esta unión servía para su gente, entonces así sería.
El día de la ceremonia se fijó en la capital de la región élfica, un lugar lejano y extraño para La Cazadora, pero el punto de encuentro parecía lógico. La familia de su prometido tenía influencia en un puesto comercial en los lindes de la región, el último bastión antes de las tierras más expuestas a otras razas. Allí se encontrarían ambas familias, uniendo sus mundos antes de la gran celebración. Elendaïa, la Bendecida por las Estrellas, se preparaba para dejar la sombra protectora de su Clan, sin saber que el destino tenía para ella una senda muy diferente y un nombre mucho más oscuro que el de una simple esposa.
Capítulo Dos
"La Bendición de las Estrellas"
Durante la adolescencia de Angië en el Clan Taure Ndaë, no fueron una explosión de rebeldía, sino años de aprendizaje y perseverancia en busca de la maestría. Mientras otros elfos, sobre todo aquellos criados en asentamientos más urbanizados, pasaban décadas en una juventud extendida, los "Hijos del Bosque Profundo" maduraban con la severidad del entorno. Angië, con apenas pasados el centenar de inviernos, era ya una joven adulta. Sus movimientos, antes ágiles, ahora buscaban la eficiencia. Cada paso, cada tensión de un músculo, estaba calculado para la máxima efectividad y el mínimo sonido. Sus ojos verdes, siempre alertas, leían el bosque con la misma facilidad con la que otros leían libros.
El ritual de la mayoría de edad para el Clan Taure Ndaë era un evento de solemne, íntimo, desprovisto de grandezas y extravagancias como los de la Capital, pero cargado de un profundo significado ancestral. No se trataba de una fiesta, sino de una prueba, una consagración. Cuando llegó el momento de Angië, el Clan se reunió en un claro, bajo las copas nudosas de los árboles más venerables. El aire vibraba con los cánticos de los ancianos y el humo dulce de las hierbas quemadas, un bálsamo para despertar a los espíritus del bosque.
Angië debía pasar una noche en la más profunda oscuridad del bosque, sola, desarmada salvo por su cuchillo ceremonial, demostrando que podía fundirse con la noche, escuchar sus secretos y emerger con el alba, portando una muestra de la sabiduría que solo la soledad y la naturaleza podían ofrecer. Cuando la primera luz del sol bañó las copas de los árboles, Angië regresó al claro. No llevaba una presa, ni un objeto conseguido con la experiencia, sino la calma de quien ha sentido el corazón de la tierra. Su piel pálida brillaba con el rocío, y sus trenzas oscuras se desprendían de pequeñas hojas y ramitas, como si el propio bosque la hubiera consagrado.
Fue Naryië, su madre, quien se adelantó, con sus ojos brillantes, llenos de un orgullo silencioso. Los ancianos realizaron los últimos cánticos, y con un gesto sagrado, la Gran Matriarca del clan la tomó de las manos. Angië, "La Portadora de Noticias", murmuró la anciana, su voz como el susurro de las hojas mecidas por el viento, has traído noticias del espíritu del bosque. Ahora, las estrellas te conceden un nuevo nombre, un nuevo destino. Desde este día, serás Elendaïa, "La Bendecida por las Estrellas.
El nombre resonó en el claro, una promesa, una designación. Para la familia Aldaron y el resto del Clan Taure Ndaë, Elendaïa era un apelativo que no solo hablaba de la gracia de las estrellas, sino que se interpretaba como el favor de Uller manifestado en la destreza incomparable de la joven con el arco, una gracia que el Dios de la Caza les había otorgado a través de ella. Se había convertido en una futura cazadora entre los suyos, sus habilidades buscarían ser elevadas a una forma de arte.
La vida de Elendaïa, ahora plena y dedicada a la caza y la protección del Clan, tomó un giro inesperado pocos meses después. A pesar de su aislamiento, el Clan Taure Ndaë mantenía lazos con algunos linajes élficos. Entre ellos, la Familia Delanor, un próspero clan de artesanos, que residía en los lindes de la región y comerciaba sus exquisitas obras más allá de los bosques. La amistad entre Tauron Aldaron y Elion Delanor, el patriarca de la familia de artesanos, era tan sólida y antigua como los más antiguos árboles.
Fue esta amistad la que, impulsada por la búsqueda de afianzar lazos y la prosperidad compartida, se concertó una unión. Elion tenía un hijo, Aelion, heredero de los secretos artesanales familiares. La idea de que Elendaïa se uniera a Aelion, un elfo de una rama diferente pero respetada, era vista por ambos patriarcas como una forma de unir la fuerza indómita del bosque con la habilidad y el ingenio de la artesanía de la Capital. No era un matrimonio de amor, al menos no inicialmente, sino de conveniencia y de la más pura intención de fortalecer a ambos clanes a través de una conexión familiar forjada por la amistad y el destino. Elendaïa, siempre callada y respetuosa con las tradiciones, aceptó la decisión de su padre y la voluntad de los ancianos. Su mundo era el bosque, y si esta unión servía para su gente, entonces así sería.
El día de la ceremonia se fijó en la capital de la región élfica, un lugar lejano y extraño para La Cazadora, pero el punto de encuentro parecía lógico. La familia de su prometido tenía influencia en un puesto comercial en los lindes de la región, el último bastión antes de las tierras más expuestas a otras razas. Allí se encontrarían ambas familias, uniendo sus mundos antes de la gran celebración. Elendaïa, la Bendecida por las Estrellas, se preparaba para dejar la sombra protectora de su Clan, sin saber que el destino tenía para ella una senda muy diferente y un nombre mucho más oscuro que el de una simple esposa.
Cita de Angie en 29/05/2025, 12:53 pm
Capítulo Tres
"La sombra del ultraje"
El aire de Arvandor Taure se hizo más denso y menos familiar a medida que avanzaban. La protección sutil, casi imperceptible, que el bosque sagrado ofrecía, se desvanecía con cada paso más allá de sus lindes. Los árboles, aunque grandes, no eran comparables a los que conocía. Sus espíritus eran más distantes, menos generosos. Habían cruzado la invisible frontera, el límite donde la profunda magia de la arboleda se disipaba, dejando a los elfos más expuestos al mundo exterior, un mundo que, para ella, era sinónimo de caos y peligro.
Días antes de la ceremonia de unión en la capital, ambas familias se reunieron en un puesto comercial. No era una ciudad bulliciosa, sino un puesto comercial de madera, un enclave élfico erigido en los límites de la región donde la familia Delanor ejercía su influencia. Era un punto de partida para los mercaderes que se aventuraban a las "tierras expuestas", aquellas dominadas por otras razas.
Elendaïa, con su agudo olfato, percibió la mezcla de esencias. El dulzor de la madera tallada, el almizcle de las pieles curadas, y un inconfundible tufo a humanidad y a especias que la hizo inspirar hondo. Se mantuvo en silencio, observando cada rostro, cada movimiento, con la penetrante intensidad de un cazador evaluando su entorno. Su atuendo de cueros y telas oscuras, tan perfecto para desaparecer en el bosque, se sentía bruscamente fuera de lugar aquí, en medio de ropajes más suntuosos y adornos de metales pulidos. Fue allí donde ponía cara a Aelion Delanor, su prometido. No era un cazador como ella, sino un artesano, sus manos suaves y diestras para los filigranas y la talla. Alto y con la serena elegancia de su linaje, la recibió con una sonrisa genuina. Sabía que la unión era concertada, pero su mirada hacia ella era de respeto y de genuina curiosidad.
Los días previos a la partida hacia la capital, estuvieron marcados por una inesperada y dulce armonía entre los dos. No intentó cambiarla, por el contrario, parecía fascinado por su quietud y su conexión elemental con la naturaleza. Le hablaba de los secretos de la madera y las gemas, de cómo cada pieza tenía un espíritu propio que debía ser honrado. Ella, a su vez, le enseñó a identificar los cantos de los pájaros que solo ella parecía escuchar, y la mejor forma de atar un nudo fuerte con una liana. En las tardes, sentados bajo un cielo que era desconocido, pero que aún ofrecía estrellas, Aelion la observaba mientras las manos de ella, buscaban el tacto de su arco o el mango de su daga, un gesto que, para él, no era una amenaza, sino un signo de sintonía con las raíces ancestrales, mucho tiempo perdidas para su familia. Él la leía fragmentos de antiguos poemas, y ella, callada, asentía o inclinaba la cabeza, sus ojos verdes fijos en el horizonte como si buscara algo más allá de las palabras, pero su presencia era un consuelo que ella no había anticipado. Una pequeña semilla de cariño, quizás, comenzaba a germinar entre el respeto mutuo y la aceptación de sus diferencias.
Llegó el día de la partida, fuera del amparo relativo del puesto comercial, la protección de los dioses, parecía insuficiente y subestimaron la rapacidad humana. La fatalidad se cernió sobre ellos en un camino abierto, demasiado lejos de la seguridad del puesto comercial y la aún tenue protección del bosque sagrado. La emboscada fue rápida y despiadada, una maraña de gritos, acero y fuego. El aroma a sangre y miedo inundó el aire, un hedor antinatural para Elendaïa, acostumbrada al dulce aroma de la muerte en la caza, no a la barbarie.
El terror fue una punzada fría. Los hombres de ambas familias, incluyendo a su padre Tauron, fueron pasados por la hoja sin piedad, sus cuerpos cayendo en el polvo como hojas en un vendaval. Aelion, su joven prometido, apenas pudo alzar una mano antes de ser silenciado.
Las risas roncas de los atacantes se mezclaban con los gritos desesperados. Su madre luchó con la ferocidad de un animal acorralado, pero la superaban en número. Las mujeres sufrieron un destino aún más cruel, vejadas y ultrajadas con una saña tan vil, que las heridas infligidas no solo mancillarían sus almas, sino que segarían sus vidas en un charco de sangre y vergüenza. La fobia intensa a ser atrapada o inmovilizada, un pánico animal, comenzó a germinar en Elendaïa mientras luchaba por liberarse, mordiendo y forcejeando, su pequeño cuerpo delgado una tormenta de rabia impotente.
Todo se volvió oscuridad.
Cuando recuperó la consciencia, lo hizo en una mezcla de dolor y confusión. Momentos de lucidez se entrelazaban con largas pérdidas de consciencia. Pudo escuchar, sentir, incluso oler, antes de poder ver con claridad. Recuerdos fragmentados la atormentaban, la risa de los asaltantes, el rostro desfigurado de su madre, el silencio final de su padre. En algún momento, en medio de su agonía, vio a carroñeros devorar los cuerpos de su gente, un festín macabro que grabó en su psique la cruda realidad de la muerte.
Hubo voces y una sensación de premura que parecían llevarla en volandas, una borrosa imagen de rostros preocupados, un olor a incienso y hierbas curativas. Finalmente, recuperó el conocimiento en la cama de un templo, sus heridas superficiales tratadas, los hematomas ya desvaneciéndose. Pero las cicatrices de su alma y su mente, ardían en lo más profundo, un fuego frío que carcomía sus entrañas. El trauma, el ultraje, la pérdida, la soledad. Todo se fusionó en una única y abrasadora verdad, la barbarie indescriptible de los humanos, había destruido su mundo, masacrando a su familia y violando todo lo que para ella era sagrado. Ella era la única testigo superviviente. No encontró consuelo en el santuario. En su lugar, halló una sed de venganza tan primitiva como el rugido de un lobo herido.
Capítulo Tres
"La sombra del ultraje"
El aire de Arvandor Taure se hizo más denso y menos familiar a medida que avanzaban. La protección sutil, casi imperceptible, que el bosque sagrado ofrecía, se desvanecía con cada paso más allá de sus lindes. Los árboles, aunque grandes, no eran comparables a los que conocía. Sus espíritus eran más distantes, menos generosos. Habían cruzado la invisible frontera, el límite donde la profunda magia de la arboleda se disipaba, dejando a los elfos más expuestos al mundo exterior, un mundo que, para ella, era sinónimo de caos y peligro.
Días antes de la ceremonia de unión en la capital, ambas familias se reunieron en un puesto comercial. No era una ciudad bulliciosa, sino un puesto comercial de madera, un enclave élfico erigido en los límites de la región donde la familia Delanor ejercía su influencia. Era un punto de partida para los mercaderes que se aventuraban a las "tierras expuestas", aquellas dominadas por otras razas.
Elendaïa, con su agudo olfato, percibió la mezcla de esencias. El dulzor de la madera tallada, el almizcle de las pieles curadas, y un inconfundible tufo a humanidad y a especias que la hizo inspirar hondo. Se mantuvo en silencio, observando cada rostro, cada movimiento, con la penetrante intensidad de un cazador evaluando su entorno. Su atuendo de cueros y telas oscuras, tan perfecto para desaparecer en el bosque, se sentía bruscamente fuera de lugar aquí, en medio de ropajes más suntuosos y adornos de metales pulidos. Fue allí donde ponía cara a Aelion Delanor, su prometido. No era un cazador como ella, sino un artesano, sus manos suaves y diestras para los filigranas y la talla. Alto y con la serena elegancia de su linaje, la recibió con una sonrisa genuina. Sabía que la unión era concertada, pero su mirada hacia ella era de respeto y de genuina curiosidad.
Los días previos a la partida hacia la capital, estuvieron marcados por una inesperada y dulce armonía entre los dos. No intentó cambiarla, por el contrario, parecía fascinado por su quietud y su conexión elemental con la naturaleza. Le hablaba de los secretos de la madera y las gemas, de cómo cada pieza tenía un espíritu propio que debía ser honrado. Ella, a su vez, le enseñó a identificar los cantos de los pájaros que solo ella parecía escuchar, y la mejor forma de atar un nudo fuerte con una liana. En las tardes, sentados bajo un cielo que era desconocido, pero que aún ofrecía estrellas, Aelion la observaba mientras las manos de ella, buscaban el tacto de su arco o el mango de su daga, un gesto que, para él, no era una amenaza, sino un signo de sintonía con las raíces ancestrales, mucho tiempo perdidas para su familia. Él la leía fragmentos de antiguos poemas, y ella, callada, asentía o inclinaba la cabeza, sus ojos verdes fijos en el horizonte como si buscara algo más allá de las palabras, pero su presencia era un consuelo que ella no había anticipado. Una pequeña semilla de cariño, quizás, comenzaba a germinar entre el respeto mutuo y la aceptación de sus diferencias.
Llegó el día de la partida, fuera del amparo relativo del puesto comercial, la protección de los dioses, parecía insuficiente y subestimaron la rapacidad humana. La fatalidad se cernió sobre ellos en un camino abierto, demasiado lejos de la seguridad del puesto comercial y la aún tenue protección del bosque sagrado. La emboscada fue rápida y despiadada, una maraña de gritos, acero y fuego. El aroma a sangre y miedo inundó el aire, un hedor antinatural para Elendaïa, acostumbrada al dulce aroma de la muerte en la caza, no a la barbarie.
El terror fue una punzada fría. Los hombres de ambas familias, incluyendo a su padre Tauron, fueron pasados por la hoja sin piedad, sus cuerpos cayendo en el polvo como hojas en un vendaval. Aelion, su joven prometido, apenas pudo alzar una mano antes de ser silenciado.
Las risas roncas de los atacantes se mezclaban con los gritos desesperados. Su madre luchó con la ferocidad de un animal acorralado, pero la superaban en número. Las mujeres sufrieron un destino aún más cruel, vejadas y ultrajadas con una saña tan vil, que las heridas infligidas no solo mancillarían sus almas, sino que segarían sus vidas en un charco de sangre y vergüenza. La fobia intensa a ser atrapada o inmovilizada, un pánico animal, comenzó a germinar en Elendaïa mientras luchaba por liberarse, mordiendo y forcejeando, su pequeño cuerpo delgado una tormenta de rabia impotente.
Todo se volvió oscuridad.
Cuando recuperó la consciencia, lo hizo en una mezcla de dolor y confusión. Momentos de lucidez se entrelazaban con largas pérdidas de consciencia. Pudo escuchar, sentir, incluso oler, antes de poder ver con claridad. Recuerdos fragmentados la atormentaban, la risa de los asaltantes, el rostro desfigurado de su madre, el silencio final de su padre. En algún momento, en medio de su agonía, vio a carroñeros devorar los cuerpos de su gente, un festín macabro que grabó en su psique la cruda realidad de la muerte.
Hubo voces y una sensación de premura que parecían llevarla en volandas, una borrosa imagen de rostros preocupados, un olor a incienso y hierbas curativas. Finalmente, recuperó el conocimiento en la cama de un templo, sus heridas superficiales tratadas, los hematomas ya desvaneciéndose. Pero las cicatrices de su alma y su mente, ardían en lo más profundo, un fuego frío que carcomía sus entrañas. El trauma, el ultraje, la pérdida, la soledad. Todo se fusionó en una única y abrasadora verdad, la barbarie indescriptible de los humanos, había destruido su mundo, masacrando a su familia y violando todo lo que para ella era sagrado. Ella era la única testigo superviviente. No encontró consuelo en el santuario. En su lugar, halló una sed de venganza tan primitiva como el rugido de un lobo herido.