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Reminiscencias (Silje)

LA ENSANGRENTADA

Su llegada perturbó a toda la arboleda. Fue como la pesadilla que sobrecoge el corazón de la vidente. Como un augurio. Si fue bueno o malo aun está por decidir.

Sucedió en el Mes de la Escarcha, durante el Jól, en la Noche Madre. Surgió de entre las raíces, como un recién nacido; cubierta de sangre y lodo. Esa noche el bosque guardaba un silencio sepulcral. Incluso los animales de la arboleda se quedaron inmóviles. No había miedo ni hostilidad en ellos, solo quietud. Todos se preguntaron cómo pudo haber llegado allí, o de dónde venía. Al principio cayó al suelo. Debía tener unos cinco, seis años quizá. Luego se arrastró unos metros. Algunos temíamos, alarmados, que fuera un muerto viviente extraviado. Se incorporó con torpeza, como un venado recién nacido. En el pelo tenía enrollada una rama que parecían dos astas. Y por fín, caminó hacia nosotros dejando un reguero rojo sobre la nieve. Nunca quisimos saber si era sangre de hombre o de bestia.

El único capaz de interponerse en su camino fue el viejo Sauce Dorado. La niña se detuvo frente a él, pero no de la forma en que alguien se detiene frente a una persona. Sus ojos vacíos miraban al infinito como si estuvieran buscando el camino hacia Niflheim. Emerius tomó su mentón y levantó su rostro. Sus miradas se cruzaron. Los ojos de la niña se abrieron con asombro, como si fuera la primera vez que viera a una persona. Las lágrimas comenzaron a brotar como ríos silenciosos, limpiando la sangre de su rostro. Por fin, su cuerpo perdió la fuerza que a duras penas la sostenía y se derrumbó entre los brazos del anciano druida.

Hasta que decidimos su nombre la llamamos: La Ensangrentada.

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SILJE

Frente a ella se encontraba la niña, sentada dándole la espalda. Con su rama sobre la cabeza. Miraba atentamente el árbol del que “nació”. Por alguna razón, las hadas de la arboleda descansaban junto a ella. Lirio estaba sentada en su hombro izquierdo, con su mejilla apoyada en la de la niña. Rayodesol estaba tumbada en su pierna derecha. Perla, Ajenjo y Junco bailaban alegremente sobre su rodilla. El resto revoloteaban a su alrededor esparciendo pétalos multicolores con sus diminutas manitas. Una serpiente se dejaba ver entre los cabellos de la chica, enroscada alrededor de su cuello. Y en su espalda una herida abierta y sangrante la cruzaba desde el hombro derecho hasta su muslo izquierdo, como si un lobo enorme la hubiera rasgado con la facilidad del cuchillo que recoge la leche recién cuajada. La chica sostenía en su mano un enorme cuerno enroscado y hueco.

¿Era de día? ¿De noche? Tanto el sol como la luna estaban presentes, pero el cielo era rojizo. Como el ocaso. Como si el cielo fuera un estanque teñido de sangre arremolinada entre nubes rosadas. Una imagen tan serena como extraña y perturbadora. Así nos lo relató Alendra al salir de su trance.

Antes de darse cuenta su espíritu estaba lejos de aquel lugar. De la niña. Del mundo. La escena era abrumadora. El árbol frente a la chica era ahora un fresno colosal en medio de un cielo estrellado sembrado de nubes. Sobre él se vislumbran las luces de una ciudadela con muros y salones de marfil. El árbol vibraba con una melodía extraña, hermosa y mística. Alendra nos confesó que era tan encantadora que casi se pierde en ella para siempre. Fue el sonido lejano de un cuerno lo que la alertó.

De nuevo estaba en la arboleda, frente a la niña. O quizá no. Ella estaba de pie ahora y soplaba con fuerza el cuerno que sostenía mientras miraba hacia arriba. Las hadas la enredaban ahora con finos hilos de seda que procedían de las raíces del enorme árbol frente a ellas, el cual era inabarcable por la vista desde esa posición. Juguetonas, reían mientras daban vueltas alrededor de la niña sosteniendo los hilos; como si de una broma se tratase.

‘¿De dónde vienes?’, preguntó Alendra a la niña. La chica giró el cuello mirándola en silencio y extendió el brazo señalando hacia arriba.

Consternada y sobresaltada, Alendra nos contó al despertar que al alzar la vista lo último que vio fue la oscuridad de una garganta; mientras una saliva templada y viscosa goteaba sobre sus hombros y frente, y un aliento pútrido se abría paso a través de sus fosas nasales.

En pocas ocasiones había visto a la völva tan alterada. La acompañe fuera del salón, para tomar el aire. Mencionó que volvería a intentar averiguar algo durante la próxima luna llena. Al llegar a la charca encontramos a la niña sentada frente al árbol, rodeada por las hadas del lugar tarareando una melodía hechizante al unísono.

Por alguna razó, Alendra le dio el nombre de ‘Silje’, le advirtió que siempre debía vestir de azul, y la dejó al cuidado del Sauce Dorado. Esa fue la primera vez que la niña emitió un sonido desde que había llegado, y la última en la que Alendra volvió a mencionar el tema.

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